Me explico; pero antes, déjame recurrir a la Palabra.
1 Juan 1:9 nos recuerda que “si confesamos nuestros pecados, Dios es fiel y justo para perdonarnos y limpiarnos de toda maldad”.
Y en Miqueas 7:19 nos dice que “Él volverá a compadecerse de nosotros; sepultará nuestras iniquidades y arrojará a lo profundo del mar todos nuestros pecados”.
El ladrón que reconoció a Jesús como su Señor y Salvador cuando estaba siendo crucificado experimentó ambos versículos de manera vivencial.
La crucifixión era la pena más fuerte y vergonzosa de la época, impuesta a los delincuentes de crímenes mayores. Me estremece y conmueve sentir que Jesús, siendo inocente y sin mancha, pagó injustamente la muerte de cruz por nosotros. ¡Nos dio ese regalo inmerecido!
El ladrón gozó de esa gracia. Siendo un delincuente, aborrecido por la multitud, pudo recibir el perdón de Dios al confesar su pecado, reconociendo a Jesús como su Señor y Salvador, y participando de la vida eterna inmediatamente tras su partida.
Cuando escuchó al ladrón prepotente y arrogante decir: “¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lucas 23:39), el hombre arrepentido dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino” (Lucas 23:42), a lo que nuestro Señor contestó: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23:43).
Es lo mismo que Jesús hace con nosotros cuando nos arrepentimos y confesamos de corazón. Nos perdona y nos libra de toda maldad… Más aún, no se acuerda de nuestro pecado. Pero somos nosotros quienes a veces decidimos vivir golpeándonos el pecho por lo sucedido, sin dejar que haya una redención completa. Me atrevo a decir que muchas veces usamos los pecados del pasado como escudos y justificaciones para no tomar responsabilidad de nuestro estancamiento, ya sea espiritual, emocional o personal.
Usamos esa mochila cargada de “errores” para victimizarnos y gozar del beneficio que nos trae ello, ya sea de manera inconsciente o consciente. Y es que no soy digno de “recuperar” mi hogar porque fui “infiel”. O no soy digna de emprender porque en el pasado malgasté el dinero. O no puedo ser un buen líder ministerial porque en el pasado hice esto o aquello, o no pude ministrar a mi propia familia. Y las excusas y justificaciones siguen una larga lista.
Así como una vez tomamos una decisión que nos llevó a pecar, hoy también podemos tomar la decisión de transformar la historia de “mea culpa” por una que asuma responsabilidad. Dios nos llama a la acción: a buscar, tocar y hallar (Mateo 7:7).
El ladrón lo hizo así. Él reconoció su pecado, pero no se estancó allí. No se quedó en la victimización, sino que, desde la capacidad de cambio, fue directo y específico, con una meta clara y visión… Quería estar en el Reino de Dios. Accionó, habló y pidió. Y Jesús respondió.
Aceptó la promesa de Jesús en la cruz y desde ese segundo su vida cambió para trascender a la eternidad. ¡Qué regalo tan divino y reivindicador!
Tal vez esa interacción hubiera tomado otra dirección si se hubiera quedado en la culpa, sin tomar acción.
Estamos en una carrera, y tenemos la Promesa de Dios de vivir una vida abundante (Juan 10:10) y experimentar Su Reino aquí, alcanzando más almas para Él. No lo alcanzaremos desde el lado de la victimización, sino desde el lado del Poder que nos da Cristo Jesús para tomar nuestros errores del pasado como aprendizajes para crecer y empatizar con las almas quebrantadas.